En las profundidades del intestino delgado puede habitar un extraño huésped. Parece un fetuchini tan largo como una anaconda, pero dividido en decenas de pequeños segmentos llamados proglótides. Vive anclado a la pared intestinal por unos espeluznantes ganchos y ventosas que tiene en la cabeza (si así se le puede llamar a eso). No tiene boca porque se alimenta a través de la piel. Es la famosa tenia solitaria.
Si las imágenes presentadas te sorprendieron, mira esta otra de una resonancia magnética de cuerpo completo de un paciente mongol con CCD.
Escólex de Taenia solium con cuatro ventosas y rostelo con ganchos. Fuente: CDC. |
Le llaman solitaria porque no necesita de una compañera (o compañero) para poder formar una familia. Son hermafroditas. Cada proglótido maduro tiene su propio suministro de óvulos y esperma, capaces de producir unos 60 000 huevos muy resistentes que son liberados a través de nuestras heces. Al menos seis segmentos llenos de huevos son liberados cada día por una persona infectada.
Cuando los cerdos comen alimentos contaminados con heces humanas, común en algunas zonas de la sierra y selva del país, pueden estar ingiriendo los huevos de la tenia. Una vez dentro, el embrión es liberado del huevo y atraviesa la pared del intestino, alcanzando el torrente sanguíneo. A través de él viaja hacia los tejidos musculares donde forma un quiste apenas visible llamado cisticerco.
Si analizamos el cisticerco bajo un microscopio veremos a la larva con la espeluznante cabeza completamente ensamblada. Ya está preparada para que, una vez ingrese al cuerpo humano a través de un plato de chicharrón o un asado de cerdo mal cocido, se adhiera rápidamente a nuestros intestinos donde alcanza su madurez y reincida su ciclo de vida.
Tener una enorme solitaria en el intestino puede ser algo molesto, pero no es lo peor que nos puede ocurrir. A veces, lo que ingerimos no son los cisticercos sino los mismos huevecillos. Es entonces cuando la tenia solitaria nos trata como si fuéramos unos cerdos...
Un día llega al servicio de emergencia del hospital Guillermo Almenara, en La Victoria, un anciano de 82 años, natural de Huancayo, que presentaba deterioro en sus facultades cognitivas. Cualquiera pensaría que esto se debía a su avanzada edad. Pero lo que más preocupó a los médicos fueron las convulsiones, los ataques epilépticos, la desorientación y la pérdida de la fuerza motora en la parte derecha del cuerpo. No tenía fiebre y el resto de sus signos vitales parecían normales. Sin embargo, notaron la presencia de unos pequeños bultos bajo la piel, cerca al tronco y las extremidades. Una prueba de western blot confirmó que el paciente tenía cisticercosis.
¿Serían estos parásitos los que le provocaban los daños neurológicos al anciano? Los médicos mandaron al paciente a sacarse una tomografía y una resonancia magnética cerebral para ver si habían quistes en el encéfalo (neurocisticercosis) y esto fue lo que encontraron:
Cuando los cerdos comen alimentos contaminados con heces humanas, común en algunas zonas de la sierra y selva del país, pueden estar ingiriendo los huevos de la tenia. Una vez dentro, el embrión es liberado del huevo y atraviesa la pared del intestino, alcanzando el torrente sanguíneo. A través de él viaja hacia los tejidos musculares donde forma un quiste apenas visible llamado cisticerco.
Si analizamos el cisticerco bajo un microscopio veremos a la larva con la espeluznante cabeza completamente ensamblada. Ya está preparada para que, una vez ingrese al cuerpo humano a través de un plato de chicharrón o un asado de cerdo mal cocido, se adhiera rápidamente a nuestros intestinos donde alcanza su madurez y reincida su ciclo de vida.
Tener una enorme solitaria en el intestino puede ser algo molesto, pero no es lo peor que nos puede ocurrir. A veces, lo que ingerimos no son los cisticercos sino los mismos huevecillos. Es entonces cuando la tenia solitaria nos trata como si fuéramos unos cerdos...
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Un día llega al servicio de emergencia del hospital Guillermo Almenara, en La Victoria, un anciano de 82 años, natural de Huancayo, que presentaba deterioro en sus facultades cognitivas. Cualquiera pensaría que esto se debía a su avanzada edad. Pero lo que más preocupó a los médicos fueron las convulsiones, los ataques epilépticos, la desorientación y la pérdida de la fuerza motora en la parte derecha del cuerpo. No tenía fiebre y el resto de sus signos vitales parecían normales. Sin embargo, notaron la presencia de unos pequeños bultos bajo la piel, cerca al tronco y las extremidades. Una prueba de western blot confirmó que el paciente tenía cisticercosis.
¿Serían estos parásitos los que le provocaban los daños neurológicos al anciano? Los médicos mandaron al paciente a sacarse una tomografía y una resonancia magnética cerebral para ver si habían quistes en el encéfalo (neurocisticercosis) y esto fue lo que encontraron:
Resonancia magnética nuclear cerebral. A) corte axial y B) corte coronal del cerebro. Fuente: Maquera-Afaray et al. (2014) |
La imagen es impactante. No hay que ser médico para ver claramente los quistes diseminados en ambos hemisferios del cerebro, la órbita ocular [Figura A], el tronco encefálico, el cerebelo y bajo la piel del cuello [Figura B]. En la imagen de la izquierda se ven los quistes oscuros y, en la derecha, brillantes.
Cuando las larvas alcanzan el cerebro forman quistes que pueden medir un centímetro de diámetro. El cerebro se transforma en una especie de queso suizo, provocando serios daños neurológicos en la persona, especialmente, ataques epilépticos.
La neurocisticercosis es bastante común en Latinoamérica, con al menos unos 400 000 infectados, de los cuales 30 000 estarían en Perú.
Pero lo más sorprendente de este caso no fueron los quistes en el cerebro, sino los que estaban diseminados por todo el cuerpo del anciano, comprometiendo los pulmones, el corazón, el hígado, el páncreas, la pelvis y las extremidades.
Cuando las larvas alcanzan el cerebro forman quistes que pueden medir un centímetro de diámetro. El cerebro se transforma en una especie de queso suizo, provocando serios daños neurológicos en la persona, especialmente, ataques epilépticos.
La neurocisticercosis es bastante común en Latinoamérica, con al menos unos 400 000 infectados, de los cuales 30 000 estarían en Perú.
Pero lo más sorprendente de este caso no fueron los quistes en el cerebro, sino los que estaban diseminados por todo el cuerpo del anciano, comprometiendo los pulmones, el corazón, el hígado, el páncreas, la pelvis y las extremidades.
Resonancia magnética nuclear de tórax (izquierda) y abdomen (derecha). Las bolitas brillantes vienen a ser los quistes. |
Resonancia magnética nuclear de pelvis. Corte tangencial (izquierda) y transversal (derecha). |
Esta manifestación de la enfermedad llamada cisticersosis diseminada (CCD) es extremadamente rara. Solo un centenar de casos reportados en el mundo, la mayoría en la India donde es más común el tipo de cisticercosis subcutánea (quistes bajo la piel, por lo general, asintomáticos). En el Perú, este fue el primer caso documentado de CCD con extenso compromiso de diferentes órganos.
No obstante, a pesar que el anciano era prácticamente la nave nodriza de los parásitos, un tratamiento con albendazol y prednisona por dos semanas fue suficiente para que se recuperara. Lamentablemente, a los pocos meses de haber sido dado de alta fallece por una neumonía.
No obstante, a pesar que el anciano era prácticamente la nave nodriza de los parásitos, un tratamiento con albendazol y prednisona por dos semanas fue suficiente para que se recuperara. Lamentablemente, a los pocos meses de haber sido dado de alta fallece por una neumonía.
Referencia:
Maquera-Afaray J, Capaquira E, Conde L. Cisticercosis diseminada: reporte de un caso en Perú. Rev Peru Med Exp Salud Publica. 2014;31(2):370-4.
Maquera-Afaray J, Capaquira E, Conde L. Cisticercosis diseminada: reporte de un caso en Perú. Rev Peru Med Exp Salud Publica. 2014;31(2):370-4.
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Si las imágenes presentadas te sorprendieron, mira esta otra de una resonancia magnética de cuerpo completo de un paciente mongol con CCD.
CCD en un paciente de Mongolia. Fuente: Soo Yong Park et al. (2011). |