Desde hace 10 000 años, los seres humanos hemos moldeado diversas especies vegetales de acuerdo con nuestras necesidades e intereses. A veces parecemos olvidarlo. Seleccionamos plantas con frutos más grandes, con menos pepas y una cáscara fácil de pelar. Decidimos los entrecruzamientos. Provocamos mutaciones, duplicamos sus genomas e insertamos genes de otras especies. Las plantas que hoy consumimos tienen poco de natural. Muchas ni siquiera podrían subsistir sin intervención humana.
Con el descubrimiento de la estructura del ADN (1953) y el desarrollo de técnicas para leer secuencias genéticas (1975), el mejoramiento genético de plantas pasó a otro nivel. Por primera vez tuvimos la capacidad de introducir nuevas características en los cultivos tomando prestados genes de otras especies. Las barreras naturales de la reproducción dejaron de ser una limitante.
Los cultivos transgénicos llegaron al mercado en la década de 1990. Pero debido a que se desconocían los efectos que tendrían los genes introducidos en sus nuevos hospederos, o cómo se comportarían estos cultivos modificados en los ambientes naturales, se optó por un enfoque precautorio. Ningún cultivo transgénico podía comercializarse sin una evaluación de riesgos previa. Como resultado, en el 2000 se aprobó el Protocolo de Cartagena sobre Seguridad de la Biotecnología, un acuerdo multilateral ratificado por el Perú en 2004.
Los transgénicos nunca estuvieron libres de controversia. La percepción pública fue mayoritariamente negativa, a pesar de que las investigaciones científicas demostraban su seguridad. Existían preocupaciones válidas que no fueron atendidas de forma transparente. Se optó por aplacar las críticas en vez de explicar y educar. Como consecuencia, algunos países optaron por diferentes tipos de restricciones para el uso de esta tecnología en la agricultura.
Perú estableció una moratoria en diciembre de 2011 (
Ley N° 29811). En ese entonces, solo había cultivos transgénicos, principalmente maíz, soya, algodón y canola. Por esta razón, el ámbito de aplicación de la Ley N° 29811 (artículo 1) es para los organismos vivos modificados (término empleado en el Protocolo de Cartagena) con fines de cultivo o crianza a ser liberados en el ambiente. No se contempló que podrían existir otro tipo de transgénicos (como mosquitos empleados en el control biológico). Mucho menos se presagió que un año después, una investigadora norteamericana y otra europea, desarrollarían una tecnología que revolucionaría la industria biotecnológica.
Jennifer Doudna y Emanuelle Charpentier, sobre la base de un mecanismo de defensa de las bacterias contra las infecciones virales, crearon una herramienta molecular capaz de cortar el ADN en regiones específicas del genoma. Esto les valió el Premio Nobel de Química en el 2020. Esta tecnología, conocida como nucleasas sitio dirigidas (SDN), consta de dos partes: una enzima capaz de cortar el ADN (la nucleasa Cas9 es la más conocida, pero hay otras) y una molécula de ARN que podemos diseñar para guiar a la nucleasa hacia el lugar de corte.
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NHEJ: Unión de extremos no homólogos. RH: Recombinación homóloga. En la SDN-1 y SDN-2 no hay introducción de material genético exógeno (no serían OVM). Adaptado de Podevin et al (2013). |
Cuando el material genético sufre una ruptura —un fenómeno que ocurre todo el tiempo— las células activan sus mecanismos innatos de reparación del ADN. Pueden pegar los dos extremos expuestos con el riesgo de perder información y generar una mutación aleatoria que puede inactivar un gen; o pueden utilizar una plantilla de ADN complementaria para restaurar la secuencia original. Las SDN aprovechan este mecanismo para inactivar genes de manera precisa, o para introducir cambios específicos en la secuencia genética. En ningún caso hay introducción de material genético extraño o genes de otras especies. Entonces, ¿los productos desarrollados a través de estas herramientas son OVM, OGM o transgénicos?
La respuesta, aunque parece obvia (no lo serían), no es tan simple porque depende de lo que cada país ha definido como OVM, OGM o transgénico en sus regulaciones. La mayoría, especialmente en Latinoamérica, emplea la definición de OVM del Protocolo de Cartagena y han decidido que los productos desarrollados por edición genética no lo son (países en verde). Los consideran convencionales o las regulaciones son más simples. Otros países que tomaron una decisión similar son Japón, Australia, India, Kenia, Nigeria, Filipinas, entre otros.
Por su parte, Nueva Zelanda y Sudáfrica si los consideran como OGM, pues su definición engloba diversas herramientas que producen modificaciones en el ADN. La Unión Europea tuvo una posición similar por una interpretación de su tribunal de justicia en 2018. Sin embargo, en julio pasado la Comisión Europea
presentó un proyecto legislativo que exonera de la regulación de OGM a diversos productos que emplean nuevas técnicas genómicas. Incluso Ecuador, donde los cultivos transgénicos están prohibidos a nivel de su Constitución Política, ya tomaron una decisión favorable a la edición genética. El panorama se va tornando verde.
El Perú también inició estas discusiones en un contexto de moratoria a los OVM, que fue extendida hasta el 2035 por la
Ley N° 31111. Se deben establecer criterios técnicos y objetivos para definir la situación regulatoria de los productos de edición genética y de otras herramientas biotecnológicas que vienen surgiendo. Debe haber claridad normativa. Se deben generar espacios de discusión abiertos y transparentes, como los que se dieron hace un par de semanas en el
Martes Agrario, organizado por CONVEAGRO, y el
I Foro Nacional de Semillas, organizado por la Asociación Peruana de Semillas, donde tuve la oportunidad de exponer sobre estos temas.
Nuestro país, gracias a su agrobiodiversidad, tiene un enorme potencial con la edición genética, especialmente, para hacer frente a los efectos adversos de la crisis climática. Por ello, los pequeños agricultores que la conservan son una pieza clave en el desarrollo biotecnológico y deben ser compensados de forma justa y equitativa por ello.