A principios del siglo XX, el astrónomo William Pickering usó el telescopio del Observatorio de la Universidad de Harvard —uno de los más avanzados de su época— para corroborar su extravagante teoría en la cual afirmaba que las manchas oscuras de la Luna eran causadas por enjambres de insectos en plena migración estacional. Obviamente la teoría era absurda pero la idea de que no estamos solos en el universo ha rondado en la mente de grandes científicos de la historia.
Durante los años 1960’s se desarrollaron los primeros programas de exploración espacial importantes. En 1961 Yuri Gagarin se convirtió en el primer hombre en llegar al espacio, en 1962 el Mariner 2 fue la primera sonda espacial en sobrevolar otro planeta (Venus), tres años después el Mariner 4 lo haría en Marte, y en 1969 el hombre llega por primera vez a la Luna. No hay dudas que estas son verdaderas hazañas de la humanidad considerando que nuestras calculadoras de bolsillo tienen una tecnología superior a la que tenían las sondas y naves espaciales de aquella época.
Esta capacidad de visitar y explorar otros mundos impulsó la aparición de una nueva rama de la biología llamada la exobiología, cuyo principal objetivo era encontrar vida fuera de nuestro planeta. En los años 1970’s apareció el proyecto de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre más conocido como SETI (por sus siglas en inglés).
Escuchar el cielo
Tal como su nombre lo indica, el SETI no es más que un grupo de astrónomos e ingenieros que buscaban señales de vida inteligente en el espacio. Básicamente lo que hacen es escudriñar el cielo usando grandes radiotelescopios con el fin de detectar alguna señal de radio transmitida por algún tipo de civilización inteligente que habita en algún lugar del universo.
Si bien el proyecto suena interesante, hay grandes limitaciones que deberíamos tener en cuenta. Por ejemplo, supongamos que un día los investigadores del SETI logran detectar un mensaje que viene de un planeta que orbita una estrella que parece estar a unos 1000 años luz de distancia de la Tierra; el contacto con esta posible civilización sería sumamente difícil porque nuestro mensaje de respuesta —si es que supiéramos qué responder— tardaría 1000 años en llegar a su destino. Simplemente el universo es un lugar demasiado grande como para establecer una comunicación vía Skype con una civilización extraterrestre.
Debido a estos pequeños inconvenientes, los fondos destinados al SETI han sufrido un grandes recortes en los últimos años, tanto así que para salvarlo han tenido que recibir donaciones de gente muy rica y la ayuda del público para poder analizar la gran cantidad de datos con los que disponen.
Reformulación de la investigación espacial
La NASA fundó su programa de exobiología en 1960 y en 1976 realizó sus primeros experimentos a través de las sondas Viking I y II, las primeras en aterrizar exitosamente en el planeta rojo. Los experimentos consistían en analizar los gases liberados por pequeñas muestras tomadas del suelo, unas esterilizadas y otras no esterilizadas, y algunas de ellas puestas en un caldo de cultivo con nutrientes. Si bien ciertos resultados salieron positivos, su explicación era más química o geológica que biológica.
En 1984, un grupo de exploradores del Instituto Smithsoniano de Estados Unidos encontró un curioso meteorito de dos kilogramos en los montes Allan de la Antártida. Al realizarle los análisis químicos descubrieron que procedía de Marte. Hasta ese momento, el meteorito catalogado como ALH84001 era uno más del montón.
Sin embargo, la vida sin emociones del ALH84001 cambio radicalmente en 1996, cuando los científicos a cargo de su investigación anunciaron al mundo el descubrimiento de formaciones muy similares a las bacterias fosilizadas halladas en la Tierra, indicando con cierta prudencia que podría tratarse de las primeras pruebas de vida en otro planeta. En realidad, la versión de los fósiles era la suposición más débil de su planteamiento porque ni siquiera ellos mismos creían que se trataban de fósiles sino de unas formaciones naturales de cristales de sal fruto de una serie de procesos químicos. Obviamente, la prensa no consideró esa parte de la noticia.
Pero fue gracias a este gazapo que la NASA consiguió más fondos para explorar el planeta rojo. En diciembre de 1996, la NASA lanzó su primer explorador a Marte en más de 20 años: el Mars Pathfinder. A partir de entonces, la NASA reorganizó sus programas de exobiología y de las ciencias planetarias con el fin de integrar sus investigaciones en ciencias de la vida con la exploración espacial. Así nació la astrobiología.
Extraterrestres en la Tierra
A inicios del siglo XXI la NASA creó su Instituto de Astrobiología, aparecieron las primeras revistas y sociedades científicas especializadas en el tema y se crearon los primeros cursos de pre y posgrado en astrobiología en importantes universidades del mundo.
Ahora, la astrobiología no sólo se concentra en buscar vida fuera del planeta, sino también se encarga del estudio de aquellos organismos que viven en ambientes sumamente extremos (por ejemplo: las chimeneas hidrotermales submarinas, los lagos extremadamente salinos o ácidos, las centrales nucleares, etc.), también estudia las claves del origen y la evolución de la vida, la geoquímica de los planetas y lunas de nuestro sistema solar (por ejemplo: Marte, Europa, Ganimedes, Titán, Encelado), la habitabilidad de planetas extrasolares descubiertos por la Sonda Espacial Kepler, entre otras cosas más.
Sin embargo, la astrobiología tampoco se salvaría de los estudios controvertidos. A fines del 2010, investigadores del Instituto de Astrobiología de la NASA liderados por la Dra. Felisa Wolfe-Simon anunciaron al mundo el descubrimiento de una bacteria capaz de reemplazar el fósforo de sus biomoléculas —incluyendo el ADN— por arsénico. Esta investigación era importante porque abría la posibilidad de buscar de vida extraterrestre en los ambientes más venenosos conocidos a la fecha. Cada planeta o satélite del sistema solar tiene su propia composición química, la gran mayoría considerada como inhóspitas; sin embargo, podría ser que alguna forma de vida se las ingenie para poder sobrevivir en ellas.
Cabe recordar que el fósforo es uno de los seis elementos esenciales para la vida porque forma parte de la estructura del ADN, el ARN y las membranas celulares, también del ATP (la principal fuente de energía química de los seres vivo), y se encarga de la activación de ciertas enzimas y azúcares para poder ser usados en el metabolismo celular.
Las críticas no se hicieron esperar y un poco más de un año después, se refutó completamente las afirmaciones hechas por Wolfe-Simon porque se demostró que éstas bacterias simplemente eran resistentes a las altas concentraciones de arsénico en el medio, y que de todas maneras requerían del fósforo, incluso en bajas concentraciones, para poder sobrevivir.
Perspectivas
Si bien la astrobiología ha tenido sus momentos vergonzosos, esto no la convierte en una ciencia que carece de sentido y que solo está llena de especulaciones. Según comenta Andrew Knoll, la astrobiología debe ser considerada como la aplicación de los principios geobiológicos al estudio de los planetas y satélites más allá de la Tierra.
Por ejemplo, hay un gran debate en torno al origen del metano en Marte. El problema es que esta molécula se degrada rápidamente por acción de los rayos ultravioleta (UV) del sol. Entonces, debe haber alguna fuente que esté regenerando el metano de su atmósfera constantemente.
Las posibilidades que se manejan son: i) el metano se produce a través de un proceso geoquímico hasta ahora desconocido, o ii) el metano es generado por algún proceso biológico tal como lo hacen ciertas bacterias en la Tierra. La primera posibilidad tendría importantes implicancias sobre la geología marciana y la segunda demostraría la presencia de vida en Marte. Esta es una de las tareas más importantes que tendrá el explorador Curiosity.
Por otro lado, muchos científicos critican el hecho que sabemos muy poco acerca del origen y evolución de la vida en la Tierra como para tratar de buscar vida en otros planetas. En parte tienen razón. Sin embargo, podemos usar la vida en la Tierra como una guía para identificar mundos con ambientes potencialmente habitables donde sea.
Pongamos una analogía. En los años 1860’s, el químico ruso Dmitri Mendeléyev se puso a ordenar los elementos conocidos hasta ese entonces —unos 60 aproximadamente— en función a sus propiedades químicas y se dio cuenta que éstas se repetían cada cierto periodo, y que en dicho ordenamiento quedaban ciertos espacios vacíos. Estos espacios vacíos correspondían a elementos que aún no habían sido descubiertos, pero gracias a su famosa Tabla Periódica pudo predecir con exactitud las propiedades que éstos tendrían. De la misma manera podemos predecir si habrá vida en otros planetas en base a su composición química y características ambientales.
Por otro lado, sería sumamente excitante descubrir formas de vida en lugares tan alejados como Europa, una de las lunas de Júpiter que se caracteriza por tener un vasto océano congelado sobre su superficie. Se cree que bajo ella hay agua líquida que podría albergar vida. Si la vida evolucionó ahí, y considerando la distancia que la separa de la Tierra, es muy probable que ésta haya aparecido y evolucionado de manera diferente a la de nuestro planeta. No obstante, aún queda mucho por investigar.
Las misiones espaciales son sumamente costosas, pero si se dispone de una cantidad de dinero similar al invertido en el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, el cual ha revelado evidencias sobre la existencia del Bosón de Higgs, es posible que se puedan realizar al menos unas tres misiones similares al Curiosity hacia otros destinos. Es tiempo de que la biología cuente con un experimento de esta magnitud para saber si vivimos en un universo biológico o si la vida en la Tierra no es más que una rareza.
Referencia:
Lazcano A. & Hand K. Nature 488, 160–161 DOI: 10.1038/488160a
Gracias por esta informacion
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