El cerebro es un órgano fascinante, misterioso y energéticamente costoso. Si sacamos una proporción entre el tamaño del cerebro y del cuerpo veremos que los humanos tenemos el cerebro más grande de todos los mamíferos. Sin embargo, tener un cerebro más grande implica una mayor demanda energética. Por suerte, nuestro cerebro es bastante eficiente en cuanto a su consumo de energía. Por ejemplo, nuestro cerebro es tres veces más grande que el cerebro del chimpancé (nuestro pariente evolutivo más cercano), sin embargo, si nuestro tamaño corporal fuera el mismo, ambos cerebros consumirían la misma cantidad de energía a pesar que el nuestro sea mucho más grande. Entonces, ¿cómo compensamos la demanda energética de nuestros cerebros?
En el año 1995, Aiello & Wheeler propusieron la “hipótesis del tejido costoso”. Esta hipótesis dice que para poder satisfacer la demanda energética de nuestros grandes cerebros, se tuvo que sacrificar la energía destinada a otros tejidos igual de demandantes, por ejemplo, del tracto digestivo, provocando una reducción en su tamaño. La base de esta hipótesis es el cambio de dieta que tuvieron los humanos primitivos quienes empezaron a comer más carnes y tubérculos, previamente cocidos, facilitando el proceso digestivo y la asimilación de los nutrientes. Gracias a esto, ya no se requerían de tractos digestivos tan extensos y la energía ahorrada fue destinada a la evolución de cerebros mucho más grandes.
Además, existen otros órganos viscerales que también demandan grandes cantidades de energía, por ejemplo: el corazón, hígado, riñones, pulmones, etc., los cuales pudieron haberse reducido para favorecer también el mantenimiento energético de un cerebro más grande. Esta es una extensión a la hipótesis del tejido costoso. Sin embargo, los datos que demuestren una correlación negativa entre el tamaño del cerebro y los órganos viscerales no son concluyentes.
El problema radica en que el tamaño de una especie se calcula en función a su masa corporal. Este valor no es muy preciso porque es afectado por el tamaño de los depósitos de tejido adiposo de cada individuo. En otras palabras, la cantidad de grasa presente en cada uno de sus tejidos puede variar enormemente entre un individuo y otro. Esta variación afecta la correlación que puede haber entre el tamaño de un órgano con respecto al cerebro.
Para superar este inconveniente, un grupo de investigadores de la Universidad de Zurich liderados por la estudiante de doctorado Ana Navarrete, volvieron a estudiar la correlación entre el tamaño de los órganos viscerales con el cerebro de 100 especies de mamíferos —entre ellos, 23 primates— pero esta vez usaron la masa corporal libre de grasa para calcular el tamaño del animal de manera más precisa y menos variable.
El estudio publicado en Nature muestra que no existe una correlación negativa entre el tamaño del cerebro y la masa del tracto digestivo u otro órgano visceral, tirando por la borda la hipótesis del tejido costoso. Sin embargo, Navarrete y sus colaboradores observaron que había una correlación negativa entre el tamaño del cerebro y los depósitos de grasa corporal.
La formación del tejido adiposo en sí no es costoso energéticamente hablando, pero su presencia lo es. Por ejemplo, animales más grandes o los que hibernan o los que viven en zonas frías, tienen una mayor cantidad de grasa corporal, la cual las vuelve más pesadas y demanda una mayor cantidad de energía desplazarse de un lugar a otro, sobre todo en aquellas especies que trepan árboles o los que vuelan. Por otro lado, las reservas de grasa le permiten al animal sobrevivir a las condiciones duras del invierno, donde las cantidades de alimentos son mucho menores. En otras palabras, los depósitos de tejido adiposo son reservas energéticas que le permiten al animal afrontar largos periodos de inanición.
Entonces, Navarrete y sus colaboradores razonaron una ingeniosa explicación para la correlación negativa entre el tamaño del cerebro y los depósitos de tejido adiposo. Ellos creen que un cerebro más grande les permitió desarrollar estrategias más “inteligentes” para hacer frente a la inanición. Además, el andar en dos patas (bipedismo) o nadar demanda menor cantidad de energía que volar o trepar árboles. Así que estos animales (por ejemplo: el hombre y los delfines) mostrarán cerebros relativamente más grandes ya que esta energía ahorrada puede ser destinada a su mantenimiento.
Navarrete et al. resumen la adaptación energética y metabólica para una mayor encefalización en los humanos en dos puntos: a) fuentes de energía adicionales o estabilizadas y b) redirección de la energía a partir de otras funciones; tal como lo muestra el siguiente diagrama presentado por los autores.
En cuanto al primero punto, comer más carne y cocinar sus alimentos antes de consumirlos, mejoraban la calidad de sus dietas. Las carnes proveen de mayor energía que los frutos y otros vegetales, y la cocción facilitaba la digestión y mejoraba la asimilación de nutrientes. Por otro lado, cuando los humanos primitivos empezaron a vivir en sociedades, salían a cazar en grupo, reduciendo enormemente el costo energético para conseguir los alimentos. Además, las primeras sociedades humanas se empezaron a asentar en regiones más templadas, donde las fluctuaciones estacionales eran menos drásticas, evitando así la inanición.
En cuanto al segundo punto, el paso al bipedismo redujo considerablemente el gasto de energía ya que es un tipo de locomoción mucho más eficiente en comparación al cuadrupedismo arbóreo, típico de los primates no humanos. Si a esto le sumamos que al no tener la necesidad de almacenar grandes cantidades de grasas para los periodos de inanición, el gasto de energía requerido para moverse de un lugar a otro era mucho menor. Por otro lado, se ha observado que aquellos animales con cerebros más grandes tienen menores tasas de crecimiento y reproducción, esta observación es un factor clave en la evolución del cerebro: menos energía gastada en crecimiento y reproducción, más energía destinada al funcionamiento del cerebro.
Este estudio demuestra que no hay una correlación negativa entre el tamaño del tracto digestivo o de algún otro órgano visceral con el tamaño del cerebro. Entonces, la energía requerida para mantener un cerebro más grande proviene de una dieta más rica en nutrientes y de fácil asimilación y de la redistribución de la energía destinada a otras funciones.
Referencia:
Navarrete, A., van Schaik, C., & Isler, K. (2011). Energetics and the evolution of human brain size Nature DOI: 10.1038/nature10629
0 comentarios:
Publicar un comentario
Se respetuoso con tus comentarios y críticas. Cualquier comentario ofensivo será eliminado.